viernes, 3 de julio de 2009

Micheletti, Asamblea Constituyente y Neoliberalismo


Por Patricio López

La consagración que han hecho los hondureños al rayar los muros de Tegucigalpa con “Pinocheletti”, no sólo sitúa al presidente de facto en el imaginario simbólico de los dictadores de América Latina. También ata cabos respecto a la, a veces, olvidada relación entre política, armas, democracia e intereses económicos. Porque lo que está en juego no es la devolución de un cargo, sino el intento por desconcentrar los poderes en una sociedad típicamente latinoamericana.

Hoy la comunidad internacional, al unísono, clama por el retorno al poder del presidente elegido por el pueblo. La democracia aparece en el discurso como un consenso universal que es capaz de poner en un mismo bando al presidente Chávez y a Obama. Con ellos, al conjunto de América Latina. Y a la unanimidad de la Asamblea General de la ONU. Pero el cuadro es más complejo y hoy, en el continente, este tipo de democracia es vociferada por los poderes sólo porque no les representa ninguna amenaza.

Hagamos un poco de memoria. Ayer los altos mandos de los ejércitos latinoamericanos eran entrenados, desde la Escuela de las Américas, para defender a la patria del llamado enemigo interno. Esa mezcla de oligarquía y armas, la misma que ahora se alza en Honduras, no esparció en aquel momento el horror contra entes abstractos llamados revolución, socialismo o bloque soviético. Lo hizo por razones prácticas y atávicas: para preservar el inmemorial orden de privilegios.

El resultado fue políticamente exitoso. Estados Unidos formó, apoyó, protegió y financió a todas estas dictaduras, las que tomaron el control hasta principios de la década del 80. Para entonces, la revolución neoliberal impulsada por Ronald Reegan estaba en un momento de franca consolidación y requería de otras condiciones, para las cuales no era compatible la bota militar. A lomo del consenso de Washington, los ritos electorales y los gobiernos civiles volvieron al continente, los cuales al menos restituyeron las libertades políticas y terminaron con la opresión más evidente.

Este proceso, que ya lleva más de 20 años, se ha caracterizado por un traspaso de la hegemonía desde el campo de la política al de la economía. Ideológicamente, la adhesión al modelo es el que ordena a las instituciones, a los ciudadanos y a los comportamientos de los dirigentes, independientemente de cuál sea el color de su carnet de militante. Ello es posible gracias a una democracia de baja intensidad, donde se vota pero no se elige y donde el peso del orden mundial es capaz de alinear o al menos dificultar el carácter transformador de los procesos más avanzados.

A pesar de ello, desde hace algunos años ha habido en algunos países intentos por avanzar en la profundización de los procesos democráticos, a través de las asambleas constituyentes. Este intento por traspasar a los ciudadanos ya no el derecho a voto, sino poder político real, ha sido en todos los casos traumático. El carácter de sobreviviente del gobierno encabezado por Evo Morales es un ejemplo demostrativo. En esta trama, las elites políticas convertidas en clase son funcionales al poder económico concentrado. Es natural entonces, que tribunos progresistas se conviertan en opositores a la profundización de la democracia, pues implican la pérdida del poder y de los privilegios que hoy ostentan. Para ellos el pueblo es, genuinamente, una amenaza.

Más democracia es mayor distribución del poder y el correlato natural de ello es una mayor distribución de la riqueza, en perjuicio de los preceptos neoliberales. Los convulsionados días de Honduras dan cuenta hoy de este itinerario. Por ello, aunque el retorno del presidente Zelaya al poder es una bandera justa y necesaria, el problema de fondo no se resuelve con su retorno.

Los golpistas hondureños ya dieron una señal a su país, pero también a toda América Latina: aceptamos la democracia pero no su profundización a través de las asambleas constituyentes. Ciertos sectores de la comunidad internacional, incluidos los Estados Unidos, podrán apoyar el retorno del mandatario expulsado, pero no lo seguirán en la profundización del proceso. Y ante ello, los poderosos en Honduras han demostrado su extraordinaria cohesión, en una alianza que incluye a casi todo el Parlamento, el Ejército, la Iglesia Católica y el Poder Judicial. Quizás sí, o quizás no, ya estarán tomado nota de ello los aspirantes a la mítica Moneda santiaguina.

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